El problema ya está en marcha. Hace siglos que se escucha rugir sus
motores. Y los caballos de fuerza con largas riendas que llegan hasta las
nuevas orillas. Todos discriminan. Todos marcamos las diferencias. Pero alguien
se pavonea, es la intolerancia sobre el podio. Es la intolerancia con su
cinturón sobre la falda, cinturón de campeona y pionera. Con la corona a
cuestas, muy lejos de las espinas y el sacrificio. Ganó por varios cuerpos.
La aceptación quedó allá a lo lejos, perdida entre los últimos lugares.
Nadie se hace responsable pero todos tenemos un poco de culpa. No la alentamos,
ya casi nadie la escucha. No se la estimula ni se la entrena. La aceptación
quedó entre las penas, rezagada y frustrada, perdiendo la calma y un poco las
fuerzas.
En una pelea ya no se respetan lo códigos. En una relación ya no hay
intención de aceptar las diferencias ni las particularidades. De darle tiempo a
nadie para que pueda darse a conocer. Para llegar a entender sus
individualidades. Para que haya comunicación. Nadie entiende ya la razón y los
beneficios de la aceptación. El egoísmo ha ganado la contienda. Ha usurpado y
traspasado las fronteras que le estaban adjudicadas. Y con él asechan las manías,
las pretensiones y las agresiones. Porque no somos hombres lo suficientemente
maduros para ser puro orgullo sin lastimar a los demás. Somos hombres inmaduros
que con el egoísmo en mano avanzamos como enanos de jardín. Niños sin fin. Los
que nunca maduran.
Para que no se confundan, el egoísmo en cierta medida y sin combinación
no es lo peor que tiene la
Humanidad. Pero si van a mezclar, la más letal de las
opciones es con una pizca de soberbia y cierta prepotencia que lleva a la
agresividad. La intolerancia, entonces, está a la orden del día. Prepara la
salida para poder avanzar. Y gana con maldad porque su intención es sojuzgar y
someter. Rendir a sus pies a cualquiera que se anime.
La intolerancia no se recata. Absorbe e invade espacios.
Y una vez gobernando pretende más de la cuenta. Llega a las líneas que
cuentan del autoritarismo y la mano dura. La soberbia en las alturas se
convierte en debilidad. Y desde allí las vueltas se dan para perpetuarse en un
poder debilitado. Entonces, tiene a mano otro de sus artilugios inmundos,
someter a todo el mundo para que no puedan pensar. Se trata de anular las ideas
y que la gente no pueda encontrar nunca más la paz. Así poder aquietar los
fantasmas de las traiciones. Porque sin esos sacerdotes, ese dios no es tal.
La intolerancia parece ganar. Pero detrás y en silencio crece un
movimiento muy fuerte en pos de la paz y la calma. Entre ellos se enlazan los
principios de la salida. Una trampa que siempre está vencida porque tiene
eslabones débiles. Y la calma se hace masa, fuerte y paciente, resistente a los
afluentes del terror y la violencia. La calma espera. No tiene apuro ni
inquietudes. Es un movimiento que une multitudes, y puede llegar a anular las
diferencias.
La intolerancia gana, pero en sus espaldas se siente el respiro de esa
gente que quiere vivir de otra manera.
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