lunes, 30 de julio de 2012
EL CAMINANTE. Capítulo I
El espíritu camina. Sube la empinada vida, por un suelo de lajas desparejas. Algunos posos y vidrios rotos, de alguna noche que se ha pasado. Dejando pedazos de sus cristales ojos, opacos entre los escombros.
En la esquina un volquete, cargado de los pecados dejados en la puerta de la iglesia que se alza en la vereda, imponente y atractiva. Rústica vida la de quienes pasaron por ahí. El caminante sigue adelante, su destino está más allá. En el mar.
A los costados, hoteles de barro, nuevos y otros renovados. Almas penando sus sueños aletargados, desayunando una palabras untadas de cotidiano. Y un café en mano, que le marca las horas que ya se han pasado. El año que se ha fugdo, y todo lo que vendrá. Las noticias en la esquina del bar, aburridas de dar siempre la misma nota. Una muerte tras otra. El espíritu prepara su huída, agarra las llaves de la tan visitada habitación y se inspira de la emoción por llegar al mar.
Una mochila que ya no está cargada de las pesadas pesadillas y de las lagrimas del año. Un cansancio que decidió quedarse en el baño, eliminando lo que ya no le servía.
El espíritu del caminante, con su tabla en la mano, arremete de inmediato con esa empinada subida. La cual, día tras día, recorrió sin vacilar con tal de llegar a su destino. El que se había erguido una mañana de diciembre.
Con la emoción ardiente y las piernas acalambras. Con una ampolla por las sandalias que no le impedía caminar, empezó su marcha, como todos los días. El cielo radiante como el alma. El sol impregnaba al día con su vida. El brillo se reflejaba sonriente en la calma del mar que se despertaba en ese amanecer. Los colores estallaban. El universo estaba contento por esa obra magestuosa que se preparaba. Y las sensaciones se multiplicaban, por todo el cuerpo del caminante.
Las manos desesperadas de acariciar el agua. Las piernas enteras listas para volar entre las olas, en busqueda de la eternidad. El pecho se inflaba, con cada bocanada de aire el alma se revitalizaba y empezaban las sonrisas. Nadie lo veía. No hacía falta nada. La cabeza, en una quietud admirable. Un silencio arrogante, capaz de detener el mundo en ese instante. El angel acompañaba, con sus alas aquietando al viento que tenía ganas de soplar, más de una idea.
Los ojos... los ojos eran del mar. Se habían hecho uno sólo con los del caminante. Los ojos se reflejaban en los ojos del mar. Y se unificaban en esa armonía indescriptible de la vida sincronizada con la Vida eterna. El tiempo, quieto, transcurriendo. Sin dirección ni tiempo. Sólo miraba para atrás buscando la mejor cresta de la ola. Y hacia adelante para seguir inquietante el recorrido de esa onda.
El presente. Un instante y todos juntos a la vez.
La memoria, sacando una radiografía de toda la vida de esa ola, en ese momento. Los recuerdos, ciegos, se habían olvidado de todo.
Y la piel. Era azúl sin límites. Abarcativa. Expansible. Ondulante. A una temperatura perfecta, ideal.
El movimiento. Lo que le daba sentido a todo. La búsqueda del caminante estaba ahí. En esos movimientos estaba todo quieto. Y la libertad en pleno cielo. Enorme. Ancha. Palpitandose. Sintiendose en cada milímetro de la piel. El pecho abriéndose. La columna derecha y la espalda sin las cargas sintiendo como vibraba el movimiento.
Sentir la ola. Hacerse uno en ese momento. Con lo inmenso. Con lo viejo y eterno. Con lo nuevo que ahí estaba naciendo para mí. Para que pudiera darle sentido al viaje. Y encontrarme, una vez más.
El espíritu del caminante ha renacido. Vibrante. Luminoso. Oleante. Rompiendo en la orilla con todo lo viejo que desperidica tiempo. Para volver a nacer, una y otra vez, en cada movimiento.
En cada ola.
(continuará)
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