lunes, 30 de julio de 2012
EL CAMINANTE. Capítulo II.
Eran las seis de la mañana. Minuto más, minuto menos. Un sol emergiendo con todas sus ganas. Radiante. Abrazaba, llenaba. Dibujaba las siluetas de los árboles que en su camino se encontraban. Lo iluminaba todo.
Traspasaba los párpados cansados de una vida que estaba viajando. Haciéndole sentir el calor, la calidez de su emoción. Empezaba la aventura. Empezaba un camino de siete días. Siete sueños.
El sol se levantaba gigante. Parecía que se agrandaba en la medida en que se erguía la espalda sobre el horizonte. Los ojos, adormecidos y sorprendidos apenas podían abrirse a semejante espectáculo. Sólo sentían. Habían empezado a sentir la vida entrar por la piel. Calidez, esa era la característica.
Entre las vueltas y las vueltas que dan los medios para llegar, la ansiedad comenzaba a preparar su plato principal. A lo lejos se asomaba el misterio. Los presajios, y los signos del cielo, auguraban un buen comienzo. Pero faltaba la nota del viento, que siempre da la clave.
La entrada a la terminal, paradojas de un comienzo, se hizo eterno. Era la multitud la responsable del enlentecimiento. Y la poca sincronización del señor que no podía con tres al mismo tiempo. Entretenido, mientras, viendo como una alma cargaba y acomodaba las cajas de botellas, de gaseosas. ¿Qué miraba? La nada, desperdiciada subiendo y bajando, poniendo y sacando. No había cambiado nada. Sólo los lugares. Un misterio irrelevante.
Al final, el medio encontró su lugar. Y las valijas esperaban atentas, amontonadas que su dueño las recogiera. Para salir del montón. El caminante tomó sus petates y cargó con las ganas. Un hormiguero lleno de reinas y de obreros. De a millares hormigueando por toda la panza.
Caminar cuatro cuadras para poder llegar a la posada que haría de hábitat. De refugio. De contenedor. Disfrutando de la emoción que había venido en su compañia. La mochila lista. La valija embarazada. Y la tabla, fundamental.
Llegar a la posada. Una hostería con buen recibimiento y caras amigas permitió que posaran las cargas traídas y emprender el verdadero sentido del haber venido. Primero había que desayunar.
Y era temprano aún en el lugar. Asique el caminante emprendió la primera subida, de las tantas veces que la haría, con rumbo conocido. Frente al mar.
Increíble ver como la túnica azúl puede reflejar el brillo como si fuera de cristal de cuarso. Eran todas piedras blancas, separadas, acumuladas, brillantes. Radiantes. Salvajes y quietas en cada instante.
Ese manto de cristales radiantes crecía en la medida en que el cielo aparecía junto al horizonte. Era amar cada segundo que pasaba. Amar cada paso que daba hacia ese lugar. Fundirse en ese brillo reflejante. Enseguecedor. Iluminante.
El caminante se instaló en la mesa pegada a la ventana. Mesa para dos. Y pidió un desayuno liviano, para comenzar con el rebaño de medialunas que se acumularían. Era ver para todos los lados al sol entrando, sin pedir permiso.
La ansiedad comenzaba a hablar, sin parar. Con una insistencia retórica y una permanencia inmutable, repetía una y otra vez la misma frase. El mar nos espera. El caminante volvió una hora antes de lo combenido. Nada estaba listo, asique cambió su piel en el baño. Y se puso la que llevaba a resguardo, para poder dormir sobre las olas.
Un trámite complicado, el lugar mucho no ayudaba con la escases de espacio. Finalmente, lo había logrado y salía caminando. Con toda la emoción subida queriendo tocar el cielo. No entraba dentro de su vida. Su cuerpo ya había quedado chico, hace quinientos kilómetros atrás. Todo era enorme, exaltado, palpitante, vibrante. Mientras, la cabeza en silencio. Y las ideas, ¿quién sabe a dónde se habían ido?
Esa subida. Hacía más lento el trayecto. Alimentaba la ansiedad. Y fogoneaba a la desesperación, provocándole infartos masivos.
El mar. Ahí estaba el gigante. Al fin. Que inmenso es.
El caminante, parado delante, lo observa. Lo relojea. Lo mira atento. Estudia sus movimientos. Mira alrededor. Escucha su rugido. Sus soldados rompiendo contra los labios de la orilla. había ciento siete escalones por transitar, en un camino descendiente hasta el inconsciente.
Era como bajar ciento siete cambios.
Pisar la arena, pidiendole permiso. Era su territorio, ya no prohibido. Los últimos pasos para el encuentro tan esperado, preparado y anhelado.
Ya todo estaba listo. El traje, para el viaje a otro mundo, estaba acomodado.
Ese primer paso en el agua. Inolvidable. El instante, el momento en que el mar dió su mejor beso. Fue perfecto.
Es en el único momento en que "remar" da tanto placer y tiene tanto sentido.
La primer ola. Es como soñar todos los sueños de la propia humanidad concentrados en un instante, transcurriendo.
Deslizándose.
Vibrando en todo el cuerpo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario