Es uno de los pocos dolores que tiene una ubicación tan precisa. A veces
maldita, y tan clara como física. Se encuentra en la cabeza, duele mucho y
profundo. No es una migraña, no es un simple dolor de hígado que repercute sin
sentido en los ojos y la nuca. Es una bala intrusa que de golpe se incrustó en
la cabeza. Sin dar alivio a las penas, sigue su recorrido hacia abajo. Incrustándose.
Penetrando.
Estalla la cabeza. El
dolor no te deja pensar. Cuando más lo necesitas. Pero es imposible abordar un
dolor tan grande. Tan punzante, tan sórdido y nada pasajero. Parece nunca
terminar, y te hace pensar que su vida será eterna. Que nada lo calmará, que
nadie podrá hacer nada para conseguir alivio. Entra a jugar la desesperanza,
empieza a tirar sus cartas el miedo. Ideas remotas que no paran de zapatear tu
cabeza inhóspita, ahora habitada por inmigrantes ilegales que están indocumentados.
Que se han desubicado al traspasar las fronteras e invadir un alma en pena. Con
acoso y poco contextualizada.
En ese momento es el
alma quien se ubica a esas alturas. Perdida y en penumbras solo puede intentar
pensar. Pero el dolor no pasará, sólo queda aguantar y esperar. Nada que le
sirva pensar a alguien en estas condiciones. Porque cada segundo es letal,
parece estirarse en el tiempo sin piedad. Porque cada llamado es mortal, para
el alma que se vuelve a escuchar una y otra vez contando, lo desalmado que es
el dolor con ella misma. Porque el cuerpo pesa una tonelada por cada centímetro
de carne humana sufriente. Es como intentar mover a la Nada, inmensa como es,
inabordable como se siente. Inoperante como pretende hacernos sentir a veces.
Sin voluntad, sin aliento. No hay consuelo para la pérdida de energías, para la
abatida que el dolor psíquico genera. Le quita el valor a todos, no hay forma
de medir ni de incluir la lógica en ese instante. La cabeza late, el corazón se
ha detenido y uno ni se dio cuenta. No corre sangre por las venas, todo es
silencio y quietud. Un eco que parece multitud, un rebote que nos lleva por
delante y jamás se detiene.
Los ojos están
ardientes. Estallan en lágrimas que no se consuelan. El alivio sólo es más pena
y el rostro no puede llorar más. Es la sequedad interna la que ahora alimenta
el dolor que ni siquiera se puede seguir llorando.
Un nudo que se sigue
atando, cada vez más profundo y cerrado. El estómago ha cerrado sus puertas a
las visitas; las piernas malditas ya no se quieren levantar. El camino del
altar hasta la cocina es cada vez más largo; antes eran unos simples pasos,
ahora son miles de kilómetros imposibles. Y la vista que sigue buscando algún
punto hacia dónde mirar. Pero es leal a las sensaciones internas, y no
encuentra más que Nada y Nada por todos lados. En la cama se hacen estragos con
las maravillas del mundo, no hay ni un minuto de paz en esta guerra. Y estalla
la cabeza por cada nueva granada que explota. Esquirlas que llegan a encarnarse
en el cuerpo. Están calientes del fuego, es la furia con la que habitan en uno.
Un ruido mudo que aturde y destroza los tímpanos. Que sólo pudieron escuchar
esas últimas palabras antes de estallar y quedarse con ese recuerdo sólo. Ya no
pueden escuchar ni siquiera las palabras de consuelo.
Como para que no
estalle la cabeza. Y pretendamos que no duela demasiado. A veces es solo un
disparo, pero hecho en el momento menos apropiado. Y por una mano amiga.
El gatillo marca la
salida, de esa bala alojada en mi psiquismo.
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