Cuando la situación ya no da para más. El teléfono es una posibilidad. Y se termina todo. Cuando el absurdo lo colmó todo y la prepotencia arruina una noche, la tarjeta ya no se esconde. Y se pide un remis.
Porque se atreve a incurrir en esas cuestiones que lastiman. El ego tiene una herida, un rasguño que no puede ser profundo. Un puntaje descalificando el coraje de robarle un beso. Ansiado y esperado, pero en el momento señalado, tenía que arruinarlo todo. Porque la histeria hace escombros con el deseo del otro, con los besos propios. Tan bien intencionados. Tan esperados como ansiados. Entonces, se merece el remis.
Es dejarla ir. Pero ¿vale la pena alguien así? Que categoriza los besos en vez de disfrutarlos. Que les pone un puntaje para aproximarlos a una tabla, plagada de gente extraña que pudo besarla mejor. Pero se olvida del corazón, se olvida de quien está detrás de ese beso. Entonces, nunca corre el velo. No quiere ver a la persona. Se queda, casi ni se asoma. Le tiene tanto miedo al amor, que prefiere puntuar a la pasión con que los labios se acercan.
Así está ella. Viajando de regreso en el remis. Porque no se merece un beso en la nariz. Porque no ha entendido nada del amor. Ni del deseo. Sólo piensa en el desenfreno, en las conveniencias de una liberación de las cargas. En vez de alzar la mirada y ver un poco más allá. Una noche que podría haber sido muy larga. Quedó interrumpida por su estupidez. Quedó en ruinas otra vez, porque creía ser brillante y terminó siendo una cobarde que no se anima a más.
La pesadilla femenina está detrás. Siempre se queja de lo mismo. Los hombres son sus enemigos, porque no se involucran. Cuando son ellas las que tienen miedo. Se supone que hacen todo por un poco de afecto, pero seamos sinceros se han convertido en la peor cara de la masculinidad. Esa manera fatal de arruinar la feminidad con la grosería invasiva de aferrarse a una pierna, para no dejar que pueda agarrar el teléfono. Y llamar al remis.
Desde ahí todo dejó de ser feliz. Una mezcla de arrepentimiento e indignación. Una lástima que la pasión se haya tenido que ir, cuando estaba todo listo para servir el desayuno en la mañana. Una mujer que se engaña, que se cree la gran dama y no deja de ser una mendiga del alma. Esperando que la llama se encienda, cuando la mecha ya está mojada. De tanto soplarla se apaga para siempre.
Lo demás es evidente. Venganzas. Recelos y rencores. Jugar en los balcones al sube y baja. La histeria es pura venganza, pero jamás da el brazo a torcer. Arrepentirse los pies de haber dado esos pasos, exclamar con encanto que “ya no da para eso”. Con una cara al viento que ya no puede mirarte a la cara.
Después todo fue venganza, por haberle pedido el remis. Con los huevos de codorniz al plato y una ensalada con lo mejor de la noche. Todo estaba para alquilar balcones. Todo más que listo. Al ego yo no lo invito, me había olvidado su entrada. Ella vestía como una gran dama, una sirena en la playa, acariciando la arena de un cuerpo que la esperaba. La cercanía estaba en la sala, los roces estaban a la orden del día. La mirada era pura envidia y los labios se esperaban, ya desesperados.
Fueron cuatro los besos dados.
Y mientras el remis estaba llegando, una aproximación de lo que jamás se daría. Esa fue su despedida.
Para siempre.
Hasta nunca.
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