La enfermedad ya no es un padecimiento, es una consecuencia. La enfermedad denuncia, grita lo que sucede en su interior. Quiere hablar y decir tantas cosas que se han callado. Y nadie quiere hablar. Es común considerar que el enfermo no está en condiciones. Se lo desautoriza. Se lo sobreprotege. A veces se lo descuida. Y la enfermedad se gana el rol protagónico en el mundo que ahora gira a su alrededor. El cuerpo sigue callado.
Las disociaciones en el transcurso de la enfermedad se multiplican. Divide y reinarás. El cuerpo, el brazo, los síntomas, el dolor. Las horas, los remedios. Un grito que no se escucha. Mientras algo continúa en silencio. De algo no se habla. Se sufre y se lloran los dolores que la enfermedad ha traído. Se padecen las circunstancias nuevas que modifican y alteran la vida cotidiana. Pieza a pieza, minuto por minuto las condiciones van cambiando. Por lo cual, la enfermedad ya no requiere ni necesita el grito, pues se ve callada por los remedios que curan un cuerpo sufriente, mientras adormecen el psiquismo. Ese cuerpo queda rehén de sí mismo. Atrapado entre la espada y la pared; en las manos de un padecer sin restricciones y abrazado al silencio aplastante de lo que no puede ser dicho aún.
Ese cuerpo llega a morir en silencio, sin poder decir lo que necesita para sanar su espíritu. Muchos no llegan a pedir ayuda; mientras que otros no pueden pedir perdón. Tanto dolor del cuerpo no supera los bloqueos de la humildad enjaulada en las apariencias. Se han visto rostros duros de quienes sufren terriblemente el cáncer, el egoísmo y la furia, por dentro. He visto las miradas de niños felices, que mueren al poder entender lo que les ha tocado vivir, aunque no sea propio. Es el cuerpo el que nos acerca las alegrías y el que transmite la intensidad y la inmensidad de lo que vivimos. Es el que siente. El que lleva. El que carga. El que se entera. Al que no dejan expresar, salvo si cae enfermo. Pues en el cuerpo los silencios quedan sepultados. Y como estigmas o cruces aparecen las marcas. Sabe ser un cementerio. Sabe ser un puente. Un medio. Muchas veces el único. Puede callar. Debe hablar. Sabe de la muerte. Si se aleja de la mente. Entierra las emociones, las encapsula. Y a las lágrimas las seca. Matándolas de amargura.
La enfermedad ha cargado a través de los siglos con su mala reputación. Enemiga del hombre. Entorpeció sus logros y se juntó con la muerte para generar las masacres de la humanidad. Violenta, imprevista, extraña y amada. Silenciosa embustera que sabe mucho y lo acompaña desde el principio. Nadie va a admitir que la enfermedad le ha resuelto muchos conflictos que no encontraban salida. Una solución cuestionable, pero una salida evidente. Temas que no se podían solucionar, cuestiones no dichas que han muerto en silencio, enfrentamientos de dos miradas que ya no se veían, desapariciones inexplicables y asesinatos encubiertos. La enfermedad le ha facilitado el camino al hombre que no pudo enfrentarse al crecimiento y madurar sus sombras. Ha firmado pactos a escondidas con aquellos que prefieren retroceder.
Pero en ciertos momentos la enfermedad grita, donde el cuerpo aún permanece. En esos tiempos terminales, la complicidad se rompe y la enfermedad no quiere saber más del enfermo. El cuerpo rompe el silencio. Ya es tiempo de solucionar los conflictos, cancelar las deudas y empezar la despedida.
La enfermedad que gritaba dejó el paso libre a las palabras que curan, lo lastimado tiempo atrás.
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