La mente puede todo. Y no es por soberbia, mucho menos por omnipotencia. Es una realidad, que la mente puede más que la realidad misma. Y puede dominar al cuerpo, pero no puede consigo misma. Entender es el principio para saber, que la mente puede más que mil palabras. Que ni el cuerpo se escapa a sus designios, inconscientes o concientes. De ellos depende, saber que uno puede dominarse o no.
La mente domina al cuerpo. Le marca, con el deseo, los caminos a seguir. Si enfermarse o vivir, si paralizarse o fluir, si mutilarse o perseguir con integridad la misión a alcanzar. Cuando no encuentra las vías para hacer, el cuerpo se le cruza en el camino. El despliegue se vuelve maldito, y el cuerpo se enferma, sin razones, aparentemente. Sabemos enfermar, pero no sabemos aún curar. El cuerpo padece los designios de la mente, sus órdenes y sus ribetes, esas vueltas que da en la esquina, sin encontrar la salida, entonces encuentra un refugio allí. En el cuerpo que no puede huir, cuando la mente no sabe descansar. Ni encuentra la paz. Entonces, tortura al cuerpo.
Un cuerpo con memoria. Un cuerpo que se desdobla y puede transmitir con claridad, las órdenes que a su pesar, debe cumplir para la mente. Y el mundo emocional, se vierte como una jarra sobre las capacidades del cuerpo. Con la posibilidad de contener, con la única alternativa de hacerse cargo del mundo que está atormentado. Uno, muchas veces, se traga todo. Porque elije no hablar, porque elige llevar (encima) las marcas de un suceso, que puede ser vincular, en vez de encontrar una salida más sana. Y el cuerpo no da más, sin embargo, continúa estirando su capacidad de almacenamiento, del dolor, del deseo, de la bronca; de lo siniestro.
A veces, el cuerpo elige tropezar. Y caerse en una zanja. Hacer un mal movimiento, una mala interpretación, una idea torcida, una emoción que complica. Y el cuerpo se quiebra. Se cruza en la carretera, por la falta de reflejos frente a los sucesos que la vida le depara. Y la mente se escapa, al pensar en otras cosas, en el momento menos indicado; cuando el cuerpo está cruzando la calle. De una vereda a otra, de una forma de pensar a otra. Y en el medio, lo siniestro. Aquello que no se vio, porque el cuerpo estaba en otro lado.
En otros tiempos, el cuerpo ya viejo de tantas cosas que le han pasado, elije ser llevado a la morgue judicial. Una sentencia con condena directa, porque se le inyecta cualquier cosa, para soportarlo. Porque, es cierto, cuando el cuerpo es nuestro flagelo, sabe de descontentos, sabe de dolor, sabe de sufrimiento. Al igual, que lo generado con veneno por una mente que no puede tener un poco de piedad. Que exige y esclaviza. Que atrapa y subjetiviza.
Y el cuerpo se domina. Bajo las ordenes autoritarias de una mente que no puede salir de su jaula. Por más que lo intente.
Es la misma mente que sabe dominar a la realidad. Que hace de ella un mazo de cartas. Y nada más. Porque todo se puede transformar si la mente lo permite. Aún la realidad más real, se puede cambiar si hay convicción, fuerza y coraje. Una fuerza mental, una convicción sana, que no maltrata sino que busca una salida, aunque sea una simple ventanita. Una canción escrita. Una poesía dicha a la vida. Cuanto más alejada es, más fácil se puede volver su transformación. Cuando es uno el que se modifica.
Pero la dichosa no siempre puede consigo misma. Un karma, una ironía. Una burla de ella misma, porque conoce sus leyes, y sabe que sus reglas no se pueden transgredir, por ser ella misma.
El que sabe lo que sabe, sabe que no sabe tanto.
Así funciona ella. Una enredadera que puede ser pasajera, o puede ser la más bella de las criaturas en expansión. Pero siempre conocerá de sus torpezas, y no podrá dejar de ser ella. Salvo que alguien la modifique.
El cambio de la mente se produce solamente por el cambio de la gente. El otro. Esa mente que está enfrente, es la única que puede con la mente de este lado.
O sea, el espejo.