Se escucha un reloj muy a lo lejos, pero no se quiere aún mirar la hora. Una amenaza ya no nos da la espalda, quiere mirar a los ojos. No encuentra una mirada, pero le sigue sus pasos. Ella quiere hacer daño, se le ven las intenciones. Apela a los rencores, saca fotos del pasado y palabras que han hecho estragos. No quiere arreglar nada. Ya ha tirado la toalla pero no le había avisado a nadie. Una bomba de tiempo que estalla. Una cuenta regresiva que lleva hasta lo más básico y primitivo.
Esa cuenta es la que lleva al amor hasta el fondo del rincón para llenarlo de trompadas. Por no animarse a decir “adiós” mirando a la cara. Ratas cambiando de piel como si nada fuera a suceder. Serpiente dejando su vestido de largo porque se termina el verano y ya se cansó de esa relación. Un reloj que amenaza y un hombre que da lucha en esa batalla, sabiendo que ya estaba perdida. Pero la intolerancia juega con las cartas marcadas y sabe mentir muy bien. Sabe encubrir su cuatro de espadas frente a un rey de oro. Una sota que se hace la sonsa provocando una ruptura haciendo estallar la bomba por cualquier motivo.
Nadie es tan vivo como para pensar que el otro no se va a dar cuenta. Esa es la soberbia que esgrime la intolerancia cuando busca pelea. Y saca de la galera cualquier cuestión que no hace a la ocasión, pero sirve de excusa. El intolerante cree que se lleva el mundo por delante y no puede entender que la mentira le haya salido mal. Y que la bomba le acaba de estallar en la cara. Le falló la impunidad de las otras historias y se creyó la mentira que esta vez le tocaba su puerta.
Una bomba siempre tiene esquirlas. Y alguna vez iba a salir herida la que siempre sale intacta. La impunidad los abraza, por intolerantes y por soberbios, pero les roba lo que llevan en sus bolsillos. Lo poco valioso que les quedaba. Una rata sale de su alcantarilla, cuando hay un ave de rapiña que se la puede servir para el almuerzo. Pero igual hace el escándalo. Despliega la escena y se cree la mejor estrella en esta obra poco maestra de la actuación. Es la envidia, por la poca inteligencia, que lleva en sus heridas. Es su torpeza, la que lleva siempre a cuestas por intolerante y desapercibida.
La bomba siempre llega al fin, en su tiempo. La cuenta regresiva es tiempo de descuento. No había encuentro hacía tanto tiempo que era un experimento seguir intentando. Es elegir echar al que miente o dejar que haga el despliegue de siempre y descalificar con el mismo cuento. Solo un ejemplo más de la intolerancia de su particularidad hacia su mismidad insolente que la encierra, una y otra vez, en Alcatraz.
Estallar a los gritos en el medio de una playa. Almorzar con la peor cara, sin que el silencio dijera alguna palabra. Servirles a los demás, lo que se quiere privar para generar más malestar, como si ya ni fuera suficiente. Dormir en camas separadas y desayunar a espaldas para molestar. Con esa cara que no quiere decir nada, diciendo tantas cosas. Escondida en esa mirada estaba su alma, pidiendo a gritos “perdón” por lo que estaba haciendo. Pero no tenía más remedio, la historia ya tiene sus vías trazadas hasta el último día.
Una voz que ya no acaricia. Un tono que hace sombra. La bomba ya explota, son los últimos segundos. Ya no hay alternativa, sólo esperar que el daño no sea letal. Y que no haya daños colaterales.
Pero la intolerancia siempre engaña con sus bombas de humo y sus mentiras sincronizadas. Ya no queda nada, se escribió el último capítulo en puño y letra de su intolerancia agresiva.
Terminó la cuenta regresiva.
Se terminaron las palabras.
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