Encerrado entre sus muros, tiene miedo. ¿A qué? A que el mundo no le alcance. Una deidad que cayó en la tierra de los perdidos y los mediocres, según su forma de ver. Un dios que no debiera estar aquí y que por error encarnó en este cuerpo. Que encima, no le gusta. Una entidad que sabiendo de sus poderes y virtudes, no se anima a salir del encierro. ¿Insatisfacción o miedo?
Nada le alcanza y mientras siga así, nada le alcanzará jamás. Pues las circunstancias de ese mundo de encierro no son las que podrían ofrecerle las sensaciones de placer y bienestar que anhela, siendo un dios perdido en un cuerpo que no se halla. Una visión que va mucho más allá, que sólo puede mirar ese horizonte porque lo siente demasiado lejano e imposible. Habla como si el mundo no tuviera forma de darle lo que le corresponde, como si la tierra ya no fuera fértil y sus frutos no lograran desarrollarse. Mediocridad y pobreza. ¿Soberbia y altanería?
A aquellos que no se animan a asomarse al muro que han construído les cuesta mucho sentir. Tienen dificultades extremas, a veces, para poder llegar a la satisfacción. No es muy difícil de explicar o encontrar las razones de esas incapacidades o limitaciones, en tanto que el mundo se reduce y las posibilidades también. Todo es proporcional. Salvo el dolor que genera pequeñas grietas y se filtra, por dentro o hacia fuera. Y el aburrimiento, que acapara los espacios y absorbe la energía en un círculo vicioso que es expansivo. Les cuesta disfrutar de las pequeñas cosas y se van cansando de a poco de buscar. Una búsqueda que es cuestionable, si ellos saben que no salen de esa frontera previamente delimitada. El sentido profundo empieza a hacerse superficial y comienza a asomarse una necesidad, que cobra fuerzas lentamente. La necesidad de no pensar. ¿Piensan o maquinan?
La insatisfacción gobierna y el miedo a la distancia se apropia y acomoda. Los esfuerzos disminuyen en la medida en que se ven como titánicos e imposibles, justificados por la imposibilidad de un mundo para proveer los medios para cancelar sus necesidades. ¿El mundo no alcanza?
Nada les alcanza. Y no alcanzan nada. El no los alcanza y la nada los abruma golpeándoles la puerta para entrar, mientras el hastío se asoma por la ventana esperando un descuido de las fronteras. Y el muro comienza a resquebrajarse. Entonces, es el miedo el peor peligro. Miedo a involucrarse, a sentir las perspectivas y los horizontes de este mundo. El real.
Las dimensiones y sus combinaciones son las que más miedo despiertan en quienes viven refugiados. La luz del sol, lo profundo del verde, y el cielo celeste. Sentir el aire puro y la música vibrar por su cuerpo despertando un movimiento que les era desconocido. Y una mirada. La de otra persona que ellos consideraban imposible. Y refuerzan el muro. Lo tratan de elevar hasta llegar a interrumpir el alcance de esa mirada que los descubre, allí atrás. Escondidos. Entonces no es el mundo incapaz de proveer, es uno el que dificulta las capacidades para desarrollarse. Y disfrutar menos. ¿Sonríe?
Nada alcanza. Eso es imposible. Tal vez una mentira. Aún el dolor tiene límites y no pasa por la tolerancia, sino por la posición en que uno lo vive. Detrás del muro y con la luz sólo entrando a través del vidrio, los árboles se secan.
Siente la amplitud del mundo detrás del muro como se siente la caricia de un ser amado. Observar las perspectivas de lo profundo, como se conecta con las superficies y entiende que los dioses pasean por aquí. Ni siquiera es tratar de saltar el muro, tal vez desaparezca al conectarte con tus emociones. Esos ríos que fluyen por tus pies dibujando un futuro, mucho más allá de lo que alcanzas a ver.
Del otro lado, hay alguien. Siempre que te espera. Llegarás al encuentro a la hora correcta, siempre se llega a la hora correcta. Uno tiene mal el reloj.
El tuyo… ¿atraza o se adelanta?
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