jueves, 14 de marzo de 2013

La necesidad de adrenalina. Empieza el aburrimiento




Algunas personas se quejan de esa falta de "hormigueo en la panza" surgida cuando están conociendo a alguien, o recién saliendo. Esos tiempos que, en el momento, no son los más lindos pero que luego se extrañan. Esta sensación expresa y grafica esa adrenalina que se va perdiendo con los años o con la codicia de afecto. Como si el amor se desgastara, cuando es uno el que ya no gasta la suela de sus zapatos y le entrega el alma al diablo. Y no al amor de su vida.

La necesidad de adrenalina se filtra en la vida cotidiana corrompiendo esos sueños que los habían unido y empieza el aburrimiento como el juego de todos los días. Uno los ve sentados en la mesa, desayunando en el bar de la esquina, cada uno con su diario, cada uno para su lado, sin compartir ni siquiera la cuchara. Ni una mirada, ni un comentario sobre las noticias. Y uno, los mira y se pregunta tantas cosas. Uno los mira más de lo que ellos se miran y piensa en el camino que deben haber recorrido como para llegar a eso. ¿Cuándo se empieza esa caída?

Y en eso se escuchan los planteos, se sabe de los amantes o de las historias con su secretaria. Una doble vida que sale el doble de caro, con un precio impagable, salvo que se le haya entregado el alma al amo de los escándalos en el imperio de sus infiernos; donde el peor pecado no es la lujuria ni la avaricia, es el aburrimiento. Ese tedio de silencio donde no se cae una sonrisa ni siquiera del bolsillo. Ese tremendo encierro donde la jaula es de barrotes neutros que ni siquiera generan el frío de la soledad. Es más un zumbido que aterra con perspectivas abiertas hacia una caída sin lugar de llegada.

Es entendible pensar en esa necesidad de adrenalina, algo que le devuelva la vida a esa persona que está perdida entre tanta nube gris que encierra los ojos entre unas orejeras de caballo anclado a un carro que se luce por las calles de Palermo. ¿Alguna vez se han detenido a observar el gesto de esos caballos? Los que llevan en su pasado un carromato pesado y chapado a la antigua, mientras sus lomos ya no transmiten lo salvaje de algún momento, aunque haya sido de potrillo. ¿Cuántos andan así por la vida? Arqueados por estar demasiado tiempo mirando el piso, por no mirar a la cara ni a los ojos de su espejo; dolidos por la joroba de tanto joderse la vida (y perdón por las palabras); despertando el entusiasmo de quien tiene sangre en las venas para salirse de esa condena y poder respirar aire puro. Aire que se llama adrenalina, aire que llena de vida sus pulmones y es una visa hacia otro país, sin extradición.

Efectos de la vida cotidiana con poca vida y muy rutinaria. Con poco perfume en el aire y mucho de dolor en la duda que se acuesta a ambos lados.

Esperando el trago amargo. O su medicina.




jueves, 7 de marzo de 2013

En que laberinto nos hemos perdido

¿Por qué estamos aquí? Donde los niños lloran porque han matado a sus padres. En un mundo donde es difícil encontrar la satisfacción real, si estamos tan rodeados de muerte y dolor. ¿En qué laberinto la hemos perdido? En alguna guerra ha sido herida. Lastimada, ultrajada. En lo cotidiano. Allí ha sido.

A veces pienso, mientras peleo mis propias batallas y me cruzo con una madre que maltrata a su hijo, si es posible que ese niño llegue a encontrar la satisfacción o la felicidad. Y me conmuevo al encontrarme discutiendo si es una posibilidad que nos da este mundo, o una pequeña ilusión infantil. Perdida ya para ese pequeño. Es difícil sentir que se puede encontrar en un mundo plagado de sangre y destrucción, donde queda claro que nos falta mucho por entender y aprender. Veo mucho dolor alrededor y no entiendo sus razones. Doy vueltas y vueltas. Camino las mismas cuadras y me encuentro en el mismo lugar.

Perder, encontrar. Dos grandes miedos, dos alternativas con las que juega el laberinto de cada día en mí, en el otro. En ellos. Uno sabe donde comienza pero ni siquiera entiende las reglas, por lo cual, no sabe si llegará al final. Es que algunos, la gran mayoría, ni siquiera les interesa llegar. Pero sin darse cuenta, se quedan en el camino. Enredados. Atrapados. Mirando el cielo, lejano. Giran, giran. Se marean. Vomitan.

Duele mucho sentir la asfixia de esta vida. Una lenta agonía que se asemeja a la asfixia, del corazón. Un dolor profundo que apaga las luces, minuto a minuto. Es que se han perdido. Han huido. No se han escapado. La han perdido. La gratificación es un escondite al que pocos pueden acceder. Mentalmente.

No entiendo a este mundo. Y lo escucho hablar todos los días. De lo mismo. De sus diferencias, de sus gratitudes. Sonriente y pensativo. Mientras me suenan en la cabeza las bombas que estallan mucho más allá y como ideas que golpean las fronteras de mi mundo, me pregunto sin poder responder. ¿Es posible la felicidad? En una tierra tan plagada de miserias, humanas, y dolores de la carne. No se quién sufre más, si aquellos a quienes invaden o las mujeres que se mueren de hambre por una lucha a favor de la perfección. Lo único cierto es que veo hambre por todos lados.

En un mundo no quieren comer y en el otro no pueden comer. Devorarse, destruirse. Unos a otros. Ellos mismos. Un laberinto de preguntas me empuja a los límites de la incomprensión. No se si es irracional o me estaré volviendo loco. No sé qué prefiero. Las canciones de protestas, los negocios de la música. Las revoluciones encubiertas, un mercado nuevo por explotar. En el medio, los cuerpos y las mentes.

Las paredes son obstáculos, a la vez que las fronteras. Límites que dividen y fuerzas que sostienen. La posibilidad de desaparecer en la fusión o la salvación de no caer en la desesperación. Doy vueltas, no trate de seguirme, no se si es recomendable.

La máxima tranquilidad es que el laberinto nunca va para abajo. Así que estamos lejos de la depresión y sus nuevos compañeros. Una moda que no entiendo. Un negocio que se vale de muchos días de alegría por unos cuantos billetes más. ¿Y cuántos más? No tienen piedad ni por sus propios hijos. Pensar que ellos serán la consecuencia y son las causas. ¿Dónde está el comienzo? ¿Lo veré al final? Pero si quiero entender ahora, ¿por qué tendré que esperar?

He leído mucho sobre el dolor. Y he aprendido muchas de sus teorías. Sólo una cosa me ha quedado en claro, y no la podré olvidar. Nunca se podrán acabar las posibilidades de crear nuevas formas de sufrir. Cada uno encuentra la suya. Un laberinto acaba de nacer. Otro ya se ha secado.

No quiero arruinarle más sus propias plantas. Así por lo menos el laberinto se ve más lindo. Pero, discúlpeme, es más fuerte que yo…

¿Usted sabe dónde la perdió?

El salmón muere al llegar

La vida por una satisfacción. Que gran valor le dan ellos, y eso que son animales. Tanta sabiduría condensada en esas criaturas que parecen seres inferiores, y sin embargo, jamás se olvidan de disfrutar lo más rico de la vida. Llegar y desovar, ese es su sentido. Para eso nadan contra la corriente y sortean a las fieras mal alimentadas, en las temporadas que les tocan.

Muchas circunstancias mueren al llegar. No es una mera casualidad, tal vez explique el sentido y la razón de un funcionamiento que hemos interpretado erróneamente. El miedo a la muerte nos ha producido el alejamiento de la satisfacción, al comprobar que en ella algo de uno muere. Algo de la vida se va en ese preciso y pleno instante. En que el alma explota y deja de ser esa particularidad minúscula en el enorme universo. La gota del mar se fusiona y pierde su identidad. A caso, ¿no será ese el camino? Tal vez por egoísmos hemos claudicado en nuestra misión, al pretender estar sumergidos pero sin dejar de ser parte. Pretendemos la unificación sin perder ni resignar nada, ni siquiera por las próximas generaciones. Mientras el salmón muere al dar vida, el hombre destruye toda su Tierra, arruinándoles la casa a sus hijos y nietos.

Que poco civilizados parecemos a veces. Aunque no es justo generalizar, pues no todos son iguales a la hora de destruir estas mismas condiciones. Pero somos una especie especial, y nos hemos alejado de los animales. Tal vez en algún momento fuimos parecidos al salmón, y dábamos todo por la vida de un semejante. Sé que en estos días, el arroyo ha desaparecido en la contaminación de los ríos, y los salmones escasean. Las corrientes se han tornado demasiado difíciles y los pescadores interfieren por deporte en el camino de ascenso.

Al pensar en su recorrido uno se siente un poco tonto. He caído de la soberbia de creer que somos los más inteligentes, al ver que el salmón tiene la misma misión que yo, de ir hacia arriba, para darle la vida a otro. Y sortear en el camino las dificultades que el destino desea ofrecerle. No somos tan especiales, si el mismo pez ha sido elegido. Si encuentro una diferencia, entre tantas que se me van ocurriendo, que aquel salmón sabe de sí y siente su satisfacción. En cambio, muchos de nosotros la hemos perdido. Unos cuantos ni siquiera se meten en el agua a nadar; otros débiles no llegan a soportar las adversas corrientes que les tocan, por más que vean que compartimos el río y que debemos salir del mar. El cambio de agua, muchos no lo soportan. Prefieren perderse en la inmensidad del sentimiento oceánico, en vez de permitirse una particularidad, la de elegir el agua dulce. Y llegar hasta lo más alto.

Morir así.

Morir al llegar.

La salida de todos es la alternativa de cada uno

La realidad, es que aún somos unos niños asustados ante la muerte. La última aventura. Por eso, al hombre le cuesta tanto conocerse, ser él mismo, en tanto que todas las limitaciones acercan la posibilidad de una muerte enmascarada en el rechazo, en el fracaso, en la frustración o en las pérdidas. Es decir, en la aparición de una frontera que se desconoce. La pérdida de una mirada que se aleja cerrando sus ojos. El fantasma de la muerte, pintado de oscuro, paseando por las noches.


Como niños temerosos temblando, el hombre se refugia en los rincones de su alma, retrocede frente a su evolución y pierde de vista la posibilidad de madurar. Allí, donde la salida de todos se convierte en una alternativa, en cada uno. En un terreno, en donde la Dama, que comienza su conversación en los últimos instantes de nuestra vida, pierde el poder de ser una intimidación y mostrará la fuerza que esconde su superación.

Tener la visión de una alternativa y la experiencia de una unión es lo que establece la jerarquía invisible de quienes trabajan para todos. En ellos los ritmos psíquicos exceden la pulsión de una vida única, pues algo falta siempre en la individualidad. Y algo excede al todo.

El primer signo del hombre nuevo será el despertar de la falta. Ni la ciencia, ni las iglesias, ni el vacío ruidoso de los placeres corporales pudieron acercarlo a la intimidad de esa experiencia. Ni siquiera la amputación impune es la salida.

Ellos nos invitan a buscar en nosotros mismos. No afuera ni en ningún otro. En las causas de nuestro infortunio está la fuerza de los males del mundo. Como repitió muchas veces Sri Aurobindo: “Las circunstancias externas son justamente el fruto de lo que nosotros somos”. La prueba principal de este cambio es la transición al vacío interior. Luego de vivir un frenético y desesperante desasosiego mental, se encuentra uno en el súbito silencio flotante, con extrañas resonancias emocionales y una sensibilidad aguda y muy especial. Es el signo evidente del comienzo de una vida.

El afuera se halla adentro por todos lados. Reproducciones fieles de las complicaciones internas de la vida. Circunstancias exteriores hechas a imagen y semejanza del interior humano de cada uno. Hacemos lo que somos. No somos si no hacemos. Algo nuevo puja por aparecer en todos. Es la naturaleza humana que puede cambiarse. Se trata de un juego de fuerzas, vibraciones que por su repetición regulan formas en nosotros. La ilusión de una necesidad. Una vez que hayamos descubierto ese mecanismo, el propio tiempo se transformará en el verdadero método. No es cirugía sino pacificación. No es magia ni misticismo. No es reducir las dificultades luchando vitalmente contra ellas, sino que se busca neutralizarlas por medio de la paz y el silencio; conquistar la inmovilidad en pleno movimiento. No es la anulación ni el recorte, es sumergirse en las tormentas para sentir la pureza de su quietud.

Desde la conquista propia del silencio, se puede ayudar a otros realmente. Porque ayudar no es un problema de sensibilidad ni empatía, ni de caridad; es un problema de poder. Pero usado no sobre los demás, sino a través de lograr la calma activa, esa calma contagiosa y potente que se transmite y organiza a los semejantes.

La decantación por el silencio pareciera ser la clave de todos; esa única salida que está al alcance de cada uno, y que posibilita la alternativa. El que plantea Sri Aurobindo es un “cambio de conciencia”. Ser cada vez más conscientes. Que depende del grado de desenvolvimiento y compromiso de nuestra alma en la participación de la especie. No nos podemos conformar ni satisfacer con una tranquilidad nimia, mientras por fuera vivimos de cualquier manera. Es todo lo contrario. Es la unión y la búsqueda de los opuestos lo que abrirá las puertas psíquicas de los sentimientos del alma.

Porque lograr una estabilidad conlleva al siguiente paso, el de protegerla; con lo cual, quedamos expulsados a anular o intentar controlar cualquier mínimo movimiento u oscilación, por lo que se van atrofiando los recursos, mientras los utilizamos cada vez menos. La reducción de nuestro mundo es el peligro de la selva. Las fuerzas de la humanidad están sostenidas en las vibraciones del átomo. Esa luz que se desparrama y expande constantemente, de manera inteligente.

El hombre se considera un ser civilizado que no reconoce lo cavernícola de su vida cotidiana. En estos tiempos llamados posmodernos, fluyen las primitivas fuerzas que no han evolucionado. La carcaza de la civilización se esta agrietando como una frágil bola de cristal. Por dentro, esas potencias primordiales pujan por encontrar una salida. Toda la tecnología es el símbolo de un poder puesto a disposición del control, una terrible ignorancia. Nuestras dependencias. El sometimiento de los sentidos. La esclavitud del hábito milenario. Un sistema feudal vuelto contra el hombre mismo. Egoísmos alarmantes que buscan someter a otros sin darse cuenta que caen en el propio sometimiento. El otro es sólo reflejo y espejo de mí. Soy reflejo y espejo de otros. Lo que les hago, me lo hago. Nada sale de este sistema, porque es la mente la que lo domina. La que recrea los miedos y proyecta los fantasmas. El remedio no se halla afuera, sino en la restauración de una actitud, en el orden interior, en la palabra, en la Conciencia. Pues la única enfermedad a la que el hombre está expuesto es la inconsciencia.

Mientras más consciente se es, más se acerca al Origen. Allí, donde se anulan los determinismos deformantes de aquellos intermediarios obsoletos de épocas antiguas. Lo cual traerá consecuencias individuales considerables, transformaciones de la propia vida y también efectos generales para la transformación de la especie y su mundo.

“Tú eres Él, tal es la verdad eterna, tú eres Aquello. Tal es la Verdad que enseñaban los antiguos Misterios y que las religiones ulteriores olvidaron”. Principio que se encuentra escondido en las grande religiones, en las principales teorías, en los especiales pensamientos, en el sentimiento oceánico. Tras haber perdido el secreto, el hombre ha caído en todos los dualismos posibles. Es la voz de todos los hombres fundida en una conciencia la que escuchará el Universo.

“Los muros que aprisionaban nuestro ser consciente han caído; todo sentimiento de individualidad y de personalidad se ha perdido, toda impresión de situación en el espacio y en el tiempo y en la acción y en las leyes de la Naturaleza, desaparece; ya no hay ego, ni persona definida y definible, sino solamente la conciencia, solamente la existencia”. El mismo Psicoanálisis propicia la inmortalidad en las pulsiones de muerte. Enmascarado en Thánatos viene la eternidad a ser infinitud.
Según una ley antiquísima, la evolución del mundo se halla atada a la totalidad. No puede salvarse nada si no se salva todo. No habrá paraíso mientras quede uno sólo fuera de él.

Cada vez que uno, aún el más pequeño, pobre e insignificante, alcanza cierta conciencia de su situación personal, algo de la luz se intensifica; y ejerce de modo automático una presión sobre el resto. Así, la naturaleza humana crece y las oscuridades o resistencias disminuyen. No se mueve la cosa más pequeña sin que todo se mueva. La aventura es de todos, quieran o no participar.

“Cada uno de vosotros representa una de las dificultades que es preciso vencer para la transformación”, dice Madre. Cada individuo tiene una sombra que le exige trabajo, pues lo sigue y contradice con la finalidad de ayudarle en la vida. Esa es la vibración particular que se debe transformar, su campo y área de trabajo, su punto. Es el desafío de su vida y su mayor Victoria. Es su aporte al progreso de la evolución. El grano de arena que construye la salida de todos. Esa es la alternativa. Ese es el trabajo. La superación del individualismo por el trabajo personal.

Psicologia de la vida cotidiana, necesariamente una rutina

Mucho se habla de la vida cotidiana y de la rutina. A diario escuchamos hablar de una o de otra, entre quejas y lamentos, entre excusas y espamentos, ostentaciones y carencias; parejas enteras que dicen haberse agotado por la rutina, haberse disecado por la vida cotidiana.

Esos hábitos y esas costumbres. Pero, a su vez, la contradicción que nos acaricia los pies nos muestra que al ser humano cada vez le cuestan más los cambios. Entonces, ¿de qué nos quejamos?

La vida cotidiana no es necesariamente una rutina. Esa vida de todos los días que no tiene por qué convertirse en esos hábitos vacíos, de los cuales siempre se escuchan los quejidos de esas personas que reclaman. Parece que la rutina desgasta, sin embargo, tantos se atan a sus vidas cotidianas, que necesitamos entender su psicología.

Y así comprender si la culpa es de la rutina o del rutinario, a veces llamado carenciado, sea persona, relación o entidad, cualquier actividad que se les ocurra. Una psicología muy particular, que va perdiendo su sentido entre los anillos de la repetición automática.

La psicología de la vida cotidiana nos habla de esos pequeños actos de todos los días, donde la vida suele filtrarse y el sentido carecer de destino. En la repetición estamos perdidos, porque allí no tenemos conciencia, entonces la entrega se pierde en la encomienda que nunca llega a su receptor o destinatario.

Un gesto de la pareja que se pierde en esa obsoleta cantidad de trabajo, en ese ritmo cotidiano que es responsabilidad del trabajo, donde nosotros quedamos incapaces de poner un freno. Perdiendo la perspectiva, la distancia óptima de las cosas y de la salud, emocional y mental, de esa compañera que mira desde tan lejos. En lo cotidiano se pueden ir llenando los huecos de la historia, o se pueden ir perforando los sueños de una vida. En esos ratos, de todos los días, los riele de nuestra psiquis se puede ir descarrilando y su vagón de entusiasmo perderse en un cruce de vías.

De lo cotidiano está forjado el hombre. De la rutina se va oxidando. De los gestos de cada día una pequeña vida va afilando su espada; de las peleas de todos los días, esos padres le van clavando un puñal. De la respiración cotidiana esa vida va creciendo, del desgaste, esa vida se va asfixiando. Y cometemos un asesinato, con gotas de rencores perdidos. De esa manera una vida se convierte en una rutina y se pierden los sentidos, esos mismos que llenan con sus gritos un alma plena. Esa que encierra ganas para toda la vida.

Esa que se sienta en el borde de un balcón a fumarse un momento conectada con el universo, acariciándole la barba a Dios. Ese momento de conexión, ese instante de trascendencia, son las ganas galopando en las venas; una sequia cuando la rutina se lo lleva.
La psicología de la vida cotidiana pone su mirada en los detalles y en los momentos. En tantas veces que vemos repetir lo mismo. Aún cuando se trata de eventos, siempre los mismos festejos de cumpleaños o de navidad.

Porque la rutina es la expresión silenciosa del rechazo. Esas palabras no dichas. Esas miradas que ya no miran. Esas lagrimas que se han secado, con la toalla de mano; generando un aluvión de desdicha.
La rutina no es la enemiga, es una consecuencia.

Es una secuela de aquello que dejamos de alimentar. Es la ausencia en el día, de ese ser que estaba y ahora se ha llevado hasta su sombra. La rutina es la desdicha de todo aquello que tenía vida, y no necesita de los cambios para subsistir, necesita de la vida para vivir.

Acaso, ¿respirar no es un hecho cotidiano?

La vida cotidiana no es necesariamente una rutina. Esa vida de todos los días que no tiene por qué convertirse en esos hábitos vacíos, de los cuales siempre se escuchan los quejidos de esas personas que reclaman. Parece que la rutina desgasta, sin embargo, tantos se atan a sus vidas cotidianas, que necesitamos entender su psicología.

Y así comprender si la culpa es de la rutina o del rutinario, a veces llamado carenciado, sea persona, relación o entidad, cualquier actividad que se les ocurra. Una psicología muy particular, que va perdiendo su sentido entre los anillos de la repetición automática.
La psicología de la vida cotidiana nos habla de esos pequeños actos de todos los días, donde la vida suele filtrarse y el sentido carecer de destino.

En la repetición estamos perdidos, porque allí no tenemos conciencia, entonces la entrega se pierde en la encomienda que nunca llega a su receptor o destinatario. Un gesto de la pareja que se pierde en esa obsoleta cantidad de trabajo, en ese ritmo cotidiano que es responsabilidad del trabajo, donde nosotros quedamos incapaces de poner un freno. Perdiendo la perspectiva, la distancia óptima de las cosas y de la salud, emocional y mental, de esa compañera que mira desde tan lejos. En lo cotidiano se pueden ir llenando los huecos de la historia, o se pueden ir perforando los sueños de una vida.

En esos ratos, de todos los días, los riele de nuestra psiquis se puede ir descarrilando y su vagón de entusiasmo perderse en un cruce de vías.
De lo cotidiano está forjado el hombre. De la rutina se va oxidando. De los gestos de cada día una pequeña vida va afilando su espada; de las peleas de todos los días, esos padres le van clavando un puñal. De la respiración cotidiana esa vida va creciendo, del desgaste, esa vida se va asfixiando.

Y cometemos un asesinato, con gotas de rencores perdidos. De esa manera una vida se convierte en una rutina y se pierden los sentidos, esos mismos que llenan con sus gritos un alma plena.

Esa que encierra ganas para toda la vida. Esa que se sienta en el borde de un balcón a fumarse un momento conectada con el universo, acariciándole la barba a Dios. Ese momento de conexión, ese instante de trascendencia, son las ganas galopando en las venas; una sequia cuando la rutina se lo lleva.

La psicología de la vida cotidiana pone su mirada en los detalles y en los momentos. En tantas veces que vemos repetir lo mismo. Aún cuando se trata de eventos, siempre los mismos festejos de cumpleaños o de navidad.

Porque la rutina es la expresión silenciosa del rechazo. Esas palabras no dichas. Esas miradas que ya no miran. Esas lagrimas que se han secado, con la toalla de mano; generando un aluvión de desdicha.
La rutina no es la enemiga, es una consecuencia. Es una secuela de aquello que dejamos de alimentar. Es la ausencia en el día, de ese ser que estaba y ahora se ha llevado hasta su sombra. La rutina es la desdicha de todo aquello que tenía vida, y no necesita de los cambios para subsistir, necesita de la vida para vivir.

Acaso, ¿respirar no es un hecho cotidiano?

martes, 5 de marzo de 2013

Una enfermedad autoinmune. La exigencia no satisfecha.




Nos enseñan a ir por más, nos educan rodeados de exigencia y no creo que esté mal. El problema aparece cuando uno desarrolla una enfermedad autoinmune contra la satisfacción de esa exigencia. Así, nada alcanza y se van perdiendo los horizontes. El cuerpo se sobreexige, la mente se satura y comienza a decaer. Mientras, los vínculos se deterioran, en tanto que la presión hacia adentro es igual hacia fuera, y se transmite a los demás. Se espera tanto de los demás como de uno mismo. Ahí, se enferma.

Comienza con una leve postergación de los espacios personales a favor del trabajo, o de la meta a conseguir. Una carrera donde la única ganadora siempre es la zanahoria, que nadie sabe por qué, pero siempre va adelante. Luego, se va expandiendo hacia los espacios propios, ajenos a toda exigencia, y somete a los afectos e involucra a los sentimientos en una vorágine que no se detiene al llegar a la meta. Una maratón que nunca termina, hasta que el cuerpo pone el límite. Sin avisos escuchados. Las defensas ya caducan en su labor, pues no pueden soportar el peso y la presión de ir siempre más allá. Y los números se distorsionan, el diez ya no vale lo mismo, es como un mísero cuatro rasposo, que se logró sin esfuerzo. Las cifras económicas tampoco. Y las distorsiones se transforman en alteraciones, y los reproches afloran como castigos silenciosos, en la noche.

No se descansa. No se detiene. No alcanza. Sin permisos ni treguas. Sin aire para respirar, una mente no aguanta, y la persona no lo soporta. Es la exigencia no satisfecha. Su razón de ser, una insaciabilidad que no tolera ni siquiera ser el mejor. Sólo escucha un “más y más” sin ver que nada tiene sentido en ese punto. Salvo el dolor, que ya es inhumano.

Es autoinmune. Porque se vuelve contra el propio sistema. En la búsqueda de la plenitud y el máximo lugar, se trata como si fuera la peor lacra del universo, y esas contradicciones agobian al aparato psíquico que no puede interpretar el mensaje. Si se va por más, la valoración debería aumentar y mantenerse en lo alto, sin embargo, es lo primero que cae, y es imposible de sobrellevar. Los recursos, esas herramientas con las que se cuenta para lograr el objetivo, se van anulando progresivamente, destruyendo áreas libres de conflicto que en nada estaban involucradas. Y no hay solución. Ni cura para esa enfermedad que azota con la mediocridad y esclaviza a una persona, desde su infancia. De manera silenciosa se va formando y fortaleciendo hasta que hace su aparición en escena. Una manifestación elocuente y desatada. Desenfrenada y enérgica. Hasta que pierde la real dimensión y los deseos se vacían de sentido, pues solo quieren desear, ya no importa qué ni para qué.

No se busca la satisfacción personal. Eso ya se perdió en el camino. Es colmar un ansia narcisista demandada por el espejo cuyo mensaje conlleva una inexistencia si no se logra ir más allá. La posible pérdida de dignidad esconde una amenaza a la identidad, detrás de la no aprobación. Una carencia afectiva mueve semejante motor. Y el cristal de vidrio es frío, siempre al devolvernos esa imagen.

La exigencia no satisfecha. Una enfermedad modernizada y facilitada. Y como muchas otras, es autoinmune. Se vuelve contra el propio sistema que la sostiene y quedan…

Vacíos. Exigidos. Perdidos.

Ahogados.

Pretendiendo ir más allá, incluso de la muerte.



 




Nada me alcanza. Miedo a más allá del muro.



Encerrado entre sus muros, tiene miedo. ¿A qué? A que el mundo no le alcance. Una deidad que cayó en la tierra de los perdidos y los mediocres, según su forma de ver. Un dios que no debiera estar aquí y que por error encarnó en este cuerpo. Que encima, no le gusta. Una entidad que sabiendo de sus poderes y virtudes, no se anima a salir del encierro. ¿Insatisfacción o miedo?

Nada le alcanza y mientras siga así, nada le alcanzará jamás. Pues las circunstancias de ese mundo de encierro no son las que podrían ofrecerle las sensaciones de placer y bienestar que anhela, siendo un dios perdido en un cuerpo que no se halla. Una visión que va mucho más allá, que sólo puede mirar ese horizonte porque lo siente demasiado lejano e imposible. Habla como si el mundo no tuviera forma de darle lo que le corresponde, como si la tierra ya no fuera fértil y sus frutos no lograran desarrollarse. Mediocridad y pobreza. ¿Soberbia y altanería?

A aquellos que no se animan a asomarse al muro que han construído les cuesta mucho sentir. Tienen dificultades extremas, a veces, para poder llegar a la satisfacción. No es muy difícil de explicar o encontrar las razones de esas incapacidades o limitaciones, en tanto que el mundo se reduce y las posibilidades también. Todo es proporcional. Salvo el dolor que genera pequeñas grietas y se filtra, por dentro o hacia fuera. Y el aburrimiento, que acapara los espacios y absorbe la energía en un círculo vicioso que es expansivo. Les cuesta disfrutar de las pequeñas cosas y se van cansando de a poco de buscar. Una búsqueda que es cuestionable, si ellos saben que no salen de esa frontera previamente delimitada. El sentido profundo empieza a hacerse superficial y comienza a asomarse una necesidad, que cobra fuerzas lentamente. La necesidad de no pensar. ¿Piensan o maquinan?

La insatisfacción gobierna y el miedo a la distancia se apropia y acomoda. Los esfuerzos disminuyen en la medida en que se ven como titánicos e imposibles, justificados por la imposibilidad de un mundo para proveer los medios para cancelar sus necesidades. ¿El mundo no alcanza?

Nada les alcanza. Y no alcanzan nada. El no los alcanza y la nada los abruma golpeándoles la puerta para entrar, mientras el hastío se asoma por la ventana esperando un descuido de las fronteras. Y el muro comienza a resquebrajarse. Entonces, es el miedo el peor peligro. Miedo a involucrarse, a sentir las perspectivas y los horizontes de este mundo. El real.

Las dimensiones y sus combinaciones son las que más miedo despiertan en quienes viven refugiados. La luz del sol, lo profundo del verde, y el cielo celeste. Sentir el aire puro y la música vibrar por su cuerpo despertando un movimiento que les era desconocido. Y una mirada. La de otra persona que ellos consideraban imposible. Y refuerzan el muro. Lo tratan de elevar hasta llegar a interrumpir el alcance de esa mirada que los descubre, allí atrás. Escondidos. Entonces no es el mundo incapaz de proveer, es uno el que dificulta las capacidades para desarrollarse. Y disfrutar menos. ¿Sonríe?

Nada alcanza. Eso es imposible. Tal vez una mentira. Aún el dolor tiene límites y no pasa por la tolerancia, sino por la posición en que uno lo vive. Detrás del muro y con la luz sólo entrando a través del vidrio, los árboles se secan.

Siente la amplitud del mundo detrás del muro como se siente la caricia de un ser amado. Observar las perspectivas de lo profundo, como se conecta con las superficies y entiende que los dioses pasean por aquí. Ni siquiera es tratar de saltar el muro, tal vez desaparezca al conectarte con tus emociones. Esos ríos que fluyen por tus pies dibujando un futuro, mucho más allá de lo que alcanzas a ver.

Del otro lado, hay alguien. Siempre que te espera. Llegarás al encuentro a la hora correcta, siempre se llega a la hora correcta. Uno tiene mal el reloj.

El tuyo… ¿atraza o se adelanta?






domingo, 3 de marzo de 2013

Existen las respuestas???



Que gran pregunta. ¿Espera una respuesta obvia? Le voy a dar una respuesta compleja. No existen las respuestas, son sólo más excusas para que las preguntas sigan vivas y no mueran de agonía, o aburrimiento.

¿Alguna vez la respuesta le alcanzó?

¿En algún momento las respuestas fueron suficientes como para no preguntarse más?
Ninguna respuesta es la condena a muerte de la pregunta. Entonces tengo derecho a pensar que son sólo excusas. Pequeños trampolines para el siguiente salto.

Existe quien responde, a todos mis interrogantes. Existe la alternativa de escribir millones de oraciones que simulen ser respuestas. Pero no es un número sobre ellas mismas, sólo es un ejemplar sobre las preguntas, con respuestas aparentes.

Las únicas respuestas que he encontrado se redujeron siempre a un “si” o un “no”. Las demás son tan complejas que vuelven la cuestión más complicada.

Si esperaba una respuesta clara, lamento desilusionarlo una vez más.

Sólo le pido que si encuentra esas respuestas, no me las alcance nunca.

Desde ya muchas gracias.












El miedo a la satisfacción.




Es una sensación terrible. Difícil de soportar. Mucho más intensa que cualquiera de las demás sensaciones, pues sus implicancias potencian su efecto a nivel no sólo emocional sino psíquico, repercutiendo en un plano corporal, concreto. La satisfacción es hoy una de las emociones y sensaciones más temida que se pueda encontrar. Supera con amplitud a las demás. Aunque su discurso se esconde, pues suena ridículo temerle a aquello que se supone todos buscan. Pero sus protagonistas, silenciados, saben que es una realidad cotidiana.

Le temen a la satisfacción y hacen hasta lo impensable para evitarla, aunque ello implique perder carreras, o trabajos rentables o los mejores puestos de ascenso. En otros campos, también entran en juego las relaciones y las parejas. Aunque cueste asumirlo, y más reconocerlo, hay personas que cometen infidelidades a causa de la incapacidad para soportar la satisfacción que encuentran en sus hogares. Una vida real consolidada se hace complicada de sostener. ¿Pero por qué?

Porque la enormidad no se tolera. Porque la responsabilidad de hacerse cargo de las implicancias asusta. Porque las carencias del narcisismo afloran en los momentos de triunfo y la emoción no pasa desapercibida. Como si no entrara en el corazón tanto torrente al sentir la satisfacción. Aún de lo más simple. Y se aterran. Emergen ataques de pánico, fuertes y perdurables depresiones en momentos de logro o triunfo, que resuenan como contradicciones. Sólo son un reflejo.

Le encuentran vueltas. Dan vueltas innecesarias. Y se pierde la simpleza de las cosas más hermosas, allí en lo minúsculo, en el gesto de amor, en la sonrisa, en la unión y el compartir, en darle el placer al otro para que pueda llegar a una satisfacción. Vívida para los dos. Le ha perdido el miedo sólo quien ayuda a los demás a lograr esa sensación de plenitud. Los que estorban son los cobardes que no se animan a nada, y quieren que no se note. No soportan sus rostros iluminados y requieren de la caída ajena, para pasar desapercibidos. Ingenuos, igual se los ve. Esos rostros asustados, aterrados siempre se ven. En la mirada se nota esa angustia cercana al pánico inminente, del cobarde que debe salir por la puerta de atrás. O palmear a su rival, para creer que es un poco más. En vez de reconocer con altura y simpleza que el logro del otro es producto de un esfuerzo personal.

Si se trabaja en uno, se puede llegar siempre. Pero si el miedo es básico y primitivo, el panorama se complica, allí donde no se cuenta con la plena colaboración de quien padece el sufrimiento. Pues se protege en él. Se siente seguro detrás de las máscaras del dolor. Una fachada que pretende desviar la atención hacia fuera. Mientras que el terror se adueña, al estar cerca de lograr algo. Importante. Valioso.

Las implicancias de la satisfacción se conocen y encuentran en cada una. Al pensar la gratificación y sentir semejante emoción.

¿Le teme? ¿Sabe a qué le tiene tanto miedo, realmente? Ha sentido la satisfacción, ¿es para tanto?

A veces no entiendo a este mundo. Pero por algo estoy aquí.