Cuando el cordón puede atar dos vidas que se debían separar, quedan atrapadas y una posiblemente asfixiada por las fuerzas de la otra. Una maternidad que no se entiende, si el precio es este, morir en el intento de ser una hija. Nunca la dejó en paz, siempre la quería atada, desde el mismísimo cordón umbilical, que nunca quiso cortar para darle su propia vida.
La mujer es incapaz de observar las alas de su hija. La quiere, a veces, ahorcar y otras tantas con la asfixia le alcanza. Sólo es un intento más de tenerla sometida. Serán sus propios miedos a la libertad los que la llevan a atar, a sus pies ese destino. El cual no puede crecer con el cordón atado al cuello. ¿Qué le pasa a esta mujer? No siente la maternidad en sus venas. Le teme a la vida que no ha podido vivir, tal vez porque aún conserva su propio cordón atado al cuello, el de su madre. La abuela.
Un problema generacional, una libertad avejentada por estar encerrada en el asilo o en la placenta.
El cordón puede ahorcar o puede salvar, depende de as circunstancias. Es claro que la libertad no crece entre las ataduras, pero por algo se puede comenzar, tal vez sea una posibilidad que les da a ambas la vida. Con la llegada de los años, el collar que parece llevar en el cuello, pasa desapercibido y la deja a la niña ahora mujer, ser aunque sea por un tiempo. Logra casarse y tener sus hijos, con quienes no puede repetir la historia. Los collares del tiempo se enroscan una vez en la vida. Ella aún conserva los de sus antepasados. Y no quiere que su descendencia muera enjaulada por un cordón vitalicio.
Así de fuertes son las paradojas en la vida. Lo mismo que te da vida, te la puede encarcelar. Ataduras que son libertad cuando el nudo se desenrosca. Una vitalidad hecha bolsa, una madre que no dejó jamás de ser hija. Entonces, es una competencia, una rivalidad poderosa que no quiere que nadie sobreviva, a la pelea perdida, morirán en el camino.
Ambas tironean, con la soga al cuello.
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