sábado, 4 de mayo de 2013

La escritura. El escritor.


                                                                                                       
Una ironía muy interesante es que el escritor se muere un poco con cada letra que escribe. En cada línea de su trabajo, con cada producción o idea, la agonía de un hombre se traza en las páginas de un libro. Dicen que así es como se muere día a día. Allí, donde van dejando su testamento, en las páginas que anticipan implacablemente una muerte dudosa de quien sigue con vida en las manos de su lector.

Una gran ironía, como la del gran poeta del espíritu que se quedaba casi ciego con el avance de los años, en una enfermedad que no lo limitaba. La forma de su muerte, la agonía elegida, estaba encerrada en la oscuridad de sus ojos, que se apagaban día a día.

La escritura es la sentencia del escritor. Su testamento le asegura la fecha de su partida. El patrimonio que ya no le pertenece es la marca de una herida, la que deja la dama de negro que recorre las noches en busca de más libros. Porque quien escribe deja allí aquello de sí que ya no soporta. Mientras otros lo cantan y con la música la hacen bailar, estos pobres que escriben le hacen leer sus propios lamentos. Así, ella averigua cuáles son las necesidades de un hombre, mientras elige en el catálogo de padecimientos una forma especial de darle al escritor una muerte digna de las páginas que produce.

El padre del Psicoanálisis ya lo anticipaba en su época, al afirmar que el artista intenta recubrir con palabras un insoportable agujero que deja la castración. Donde se busca subjetivar la muerte resignificando el fracaso.  Una estética que deja intocable el núcleo de la nada. Quien busca recubrir el dolor de lo inevitable con palabras austeras que sólo bordean el agujero de la nada, es quien más sufre en la repetición de sus letras. La búsqueda es de un plus, de un goce. Allí, donde se cree poder ganarle a la muerte en la trascendencia de lo que queda escrito, ella aguarda una pausa, sólo un silencio, el fin de la obra. Donde sólo queda el índice y una contratapa. Ella sabe que no se puede escribir para siempre, que aunque se retrace todo, también el lector muere. En todos hay una forma, la de morir un poco. Suceso inevitable hasta que el hombre se supere, más allá de las páginas, en los terrenos de la mente, el cuerpo y el alma. Una muerte que muere.

Esa ganancia es una pérdida. Un modo de situarse ante la propia finitud que el escritor tiene en su obra que queda. Se trata de un hombre que intenta asumir su propia desaparición, con la dignidad de las palabras escritas desde un cuerpo que sufre. La forma de construir un refugio ilusorio. Una metáfora.

Todos los escritores han escrito, en aquellas palabras con las que el Verbo se hizo carne y se encargó de anunciar entre nosotros. Imaginar no es recordar. Escribir no es vivir. Esa primera vez que leyeron un poema, es la primera vez que el escritor se ha encontrado con el verso. En el intento de recordar lo que se busca, es dejar de morir. Inevitable levedad de un ser que sólo perece en las entrañas de sus días. Sólo quien se anima a morir es quien puede empezar a vivir un poco más. Porque al dejar el testamento de sus ideas, deja constancia de una presencia. La propia, la única. La de la escritura.

Hablar, escribir y decir no sólo son formas de transmitir un contenido, sino básicamente son intentos por afirmar que se está vivo. Pues la Verdad anida en la existencia. En la efectiva vida del cuerpo pulsional, más allá del saber y más acá de la ignorancia con la que el Yo intenta dar cuenta. Vueltas enigmáticas y misteriosas de vivir.

El escritor narra infinitas pérdidas que su memoria no deja morir.






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